
Abel González Melo / Madrid
08.19.2013
Volver a México es una experiencia cada vez más enriquecedora. Habita en esa tierra una energía ancestral que me lleva a superponer épocas y paisajes y a descubrir, detrás de la historia, el mito y la compleja realidad, el magma de la creación artística en plena efervescencia. Entre el 16 y el 20 de julio se desarrolló en Querétaro la undécima edición del Festival de Joven Dramaturgia, una ventana para entender cómo desde lo contemporáneo se revisitan las estrategias creadoras de mundos de ficción que por siglos han acompañado a la humanidad.
El Festival, que auspicia el Instituto Queretano de la Cultura y las Artes y que cuenta con el respaldo de CONACULTA, es en su campo uno de los más arriesgados y plurales de toda Iberoamérica. En estas dos cualidades, riesgo y pluralidad, radica su éxito. En primer lugar porque es difícil que una selección de rango nacional ponga tanto hincapié en la dramaturgia firmada por los autores más jóvenes, apostando por la cualidad de textos en proceso, de estilos y alcances diversos en lo temático y lo técnico, y logre establecer un mapa abarcador de la geografía dramática mexicana. Y en segundo, porque la vocación pedagógica que recorre el Festival, desde las sesiones de debate hasta la impartición de talleres, es el mejor regalo para una generación naciente de autores –mujeres y hombres– que irán forjando sus voces gracias a la libertad del conocimiento y a la contaminación estética.
Las obras a leerse y representarse son elegidas por figuras de primera línea en la escena mexicana: tres dramaturgos consagrados dentro y fuera del país –Mario Cantú Toscano, Edgar Chías y Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (LEGOM)– y el esencial crítico Fernando de Ita. El hecho de que ellos mismos sean docentes influye de manera decisiva en el carácter de laboratorio de todo el Festival, donde es tan importante presentar a los autores como acoger un caleidoscopio de visiones alrededor de sus obras. Reconforta ver a los maestros en diálogo activo con la hornada naciente de escritores, y a estos diseccionando y recomponiendo los modelos dramatúrgicos heredados. Alegra ver las coincidencias, a menudo sumergidas, entre las preocupaciones de unos y otros, y el interés por entregar un espacio sincero de intercambio.
Ser un espectador que viene de fuera a encontrarse con diecisiete textos de producción reciente ofrece mínimos apuros y muchas ventajas, entre ellas la distancia para valorar con mesura un corpus dramático tan rico como inquietante. Rico por los estímulos que generan los dispositivos y mecanismos literarios utilizados, adscritos en una mayoría aplastante a principios narratúrgicos. Inquietante por el temor de que el empleo excesivo de tales recursos ponga al teatro en riesgo constante de irse a la hojarasca y al facilismo, de perder vida. Convencido estoy de que la irrupción del componente narrado en la textura dramática –con tanta presencia en el teatro que hoy se escribe en México y en otros países de América y Europa– no es sino una vuelta a elementos discursivos presentes en la tragedia griega hace más de dos milenios, recombinados de mil modos a lo largo de los siglos. Los personajes del teatro y sus voces han gravitado siempre en las fronteras del relato, fluyendo ante nuestro mejor aliado, el público, y pasando por su prueba de fuego. No se trata entonces de que la narraturgia entre en choque con la potencia dramática, se trata de que la acción sea contundente y esté bien contada, vístase del ropaje que se vista. De palabras se llenan páginas, pero el teatro apela a una síntesis imprescindible: el rigor que impone el espectador que ha elegido vernos y ha pagado su butaca. Es un compromiso inevitable. Es un pacto de antemano. No podemos darnos el lujo de aburrirle pues le perdemos.
Bastante de esto comenté en el taller “El disparo de la motivación” que tuve el gusto de impartir a un grupo de doce jóvenes escritores –a la par que mi colega boliviano Diego Aramburo guiaba otro curso también de dramaturgia. Hablé de esto y de la urgencia por inventar personajes poderosos que colisionen y provoquen vínculos reales. Para mi satisfacción, cinco de estos alumnos vieron sus obras leídas dentro del ciclo “Autores emergentes” por un grupo excelente de intérpretes –Anabel Saavedra, Ángel Hernán Valenzuela, Miguel Ángel Pichardo, Miguel Loyola y Oriana Elizabeth– bajo la dirección de Carmen Ramos. Si bien el ajuste de la maestra Ramos fue polémico por el hecho de recortar partes de algunos textos, lo cierto es que triunfó al fijar un nivel y una pauta que abrieron la brecha al auténtico debate sobre procesos de escritura y resultados.
De Mandíbula (Luis Eduardo Yee) destaco la conformación del boxeador y la agitada atmósfera, así como de Narcos putos y gritones (Alejandro Acosta) la agilidad del diálogo y la alternancia de locaciones contiguas. De Estaciones (Myriam Orva) remarco la bondad de una historia de migraciones externas e internas, y de Todavía tengo mierda en la cabeza (Bárbara Perrín) la personalidad en ciernes de una voz autoral autobiográfica. De Palabras escurridas (Fernanda del Monte) me quedo con la relectura del concepto mismo del rol y sus planos de representación, y de Serie gris (Isabel Quiroz) con el tono de historieta de mafia que aún debe perfilarse. Lo que más me cautivó: ADN. Diente de león (Rafael Pérez de la Cruz) con un protagonista lleno de vivencias y simpatía desde el dolor, y sobre todo La bestia y el falso profeta (Ana Lucía Ramírez), pura delicia de relato cargado de metáforas, humor y buenas influencias, donde ya se percibe un talento palpitante.
En las noches hubo otras dos lecturas: Cuerpo caído de Alejandro Román, Premio Nacional de Dramaturgia Manuel Herrera 2013, y Epidemia de Juan Jo Rubio, cuidadosa adaptación de una novela de José Saramago. Entre los espectáculos, Sepulturas de Hugo Alfredo Hinojosa (dir. Sebastián Sánchez) muestra de una forma teatralmente sintética la debacle mental de un soldado; La idea no era quedarse, unipersonal escrito, actuado y dirigido por Tania Niebla, es un emotivo trozo de vida cuajado de fragmentos y detalles; Intervenciones de Hugo Abraham Wirth descoloca y remueve con una fábula sórdida cuyo engranaje escénico llega de la mano del propio autor; Poner en pie de Imanol Martínez (dir. Jean Paul Carstensen), en una tesitura de lirismo contenido y extremo que recuerda al francés Jean-Luc Lagarce, se resolvió con coherencia sobre la escena. Aixa de la Cruz con I Don’t Like Mondays (dir. Braulio Amadis) fue la única autora extranjera incluida en la muestra.
Dos funciones resultaron las más notables del Festival. El camino del insecto de David Gaitán (dir. David Jiménez) juega con una fabulación de futuro, mezcla el espacio físico-teatral de una cancha de fútbol con la política y establece un comprometido debate socio-histórico que defienden con precisión el propio Gaitán y Raúl Villegas. Patricia Estrada dirige La interesante historia del origen de la palabra ciclo de Celeste Espinoza, un texto que pude descubrir en la Semana de la Dramaturgia de Nuevo León 2013 –otro evento de primer orden organizado por CONARTE– y que aquí vuelve a sorprenderme por la intimidad y la sugerencia del diálogo, la concisión de un montaje dinámico y entrañable a un tiempo, y la brillantez del elenco, en especial de Ana Lucía Ramírez y Miguel Corral.
Con intensidad y buenas energías concluyó el Festival, coordinado con eficacia por un equipo que encabezó Alejandra Serrano. Queda agradecer una vez más que las autoridades queretanas acojan un evento que pone en perspectiva el quehacer de los dramaturgos jóvenes, y que CONACULTA y el INBA, a través de la Coordinación Nacional de Teatro, sigan apoyando una experiencia de este tipo que no solo estimula a los artistas, los estudiantes y el público, sino que contribuye sólidamente al dibujo cultural de un país que ha hecho de su teatro la mejor forma de entender y soñar su realidad.
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