Foto: Julio de la Nuez.
Foto: Julio de la Nuez.

Habey Hechavarría Prado

El Nuevo Herald/03/17/2015.

La eficacia del teatro no radica en su espectacularidad sino en lograr un tipo específico de comunicación artística y humana. Sin embargo, en varias ocasiones la buena confección y el arte teatral se funden en una sola pieza.

La reciente producción de Artefactus Cultural Project, Fundación Cuatrogatos y el Centro Cultural Español confirma tales afirmaciones, junto a otra antigua máxima. La puesta en escena Mi platero, que dirigió Eddy Díaz Souza a partir del texto dramático de Antonio Orlando Rodríguez y del propio director, nos recuerda que una obra cabal transforma el mundo.

Mi platero parece una conspiración poética. Los autores tomaron subrepticiamente numerosos aspectos o detalles de la creación y las historias personales de dos figuras influyentes, en modos distintos, para la literatura española e hispanoamericana. La operación literaria obtuvo más logros dramatúrgicos que percances y, principalmente, dos hallazgos.

El primer acierto fue convertir en dos espléndidos personajes dramáticos a Juan Ramón Jiménez, autor de la prosa Platero y yo y Premio Nobel de Literatura 1956, y a su legendaria esposa, Zenobia Camprubí, casi a la vez que en su España natal emergieran como personajes cinematográficos. El segundo acierto, más importante, emana del aroma de escritura auténtica que, habiendo madurado a la sombra de la investigación, culmina en una obra efectivamente juguetona, fresca, repleta de sugerencias líricas y de citas. Pues las referencias históricas, los guiños de todo tipo y muchas alusiones a países y culturas (incluyendo a Miami) facturan lo más auténtico de la propuesta: adoptar los parámetros de un texto plural que se disfruta en diferentes niveles de comprensión.

A la vez, en una obra donde los sujetos son dos consumados perorantes, el eje del discurso escénico ratifica el valor del secreto porque lo esencial se revela pero nunca se dice. Este efecto estético tan poco común, que coloca el espectáculo en aquel semipoblado territorio del teatro de arte en Miami, surge de la feliz articulación de varios recursos.

El vigor de los personajes que defienden con buena técnica, delicadeza y abundante humor los intérpretes Maribel Barrios y Leandro Peraza, alcanza momentos conmovedores. La plasticidad de la narración teatral fue ambientada generosamente por el memorable diseño de luces que concibió Pedro Balmaseda. La escenografía, la utilería escénica de María Sánchez y Alexis Lago, junto a la banda sonora de Nelson Jiménez, tuvieron la gracia y la virtud de integrar la imagen onírica que gobierna la obra. El montaje pertenece a esa categoría de teatro juvenil (o familiar), donde se conserva la ingenuidad sin ñoñerías, propia del verdadero teatro para niños, e incorpora el gesto contemporáneo que desmonta con libertad los relatos establecidos por la intelectualidad oficial y los centros del poder.