
Habey Hechavarría Prado
En lo pequeño anida la grandeza. Esta paradoja, como revelación de una sabiduría, respira en el fondo del espectáculo que Artefactus Cultural Project estrenó el pasado noviembre. La sentencia no aparece en forma filosófica sino escondida bajo el relato que contara el francés Edouard Laboulaye, después lanzado al mundo hispano por la pluma modernista de José Martí quien, a través de su “Meñique”, inspiró a Eddy Díaz Souza, dramaturgo y director dePequeño, caja de música para dos actores, una enigmática representación para niños.
Tal superposición de perspectivas ha terminado por actualizar el mundo remoto, legendario y fantástico que auspicia la presente historia del pequeñito Juan, quien perdió a su padre y sus hermanos en la guerra y luego se separa de su madre y del hogar para desafiar los misterios y obstáculos del mundo. Armado solo de un jolongo, enfrenta peligros y enigmas (otra vez, lo desconocido) mediante alianzas, estrategias, habilidades que no procedieron de un cuerpo o una mente prodigiosos, sino de un espíritu libre, de un corazón tan valiente como generoso.

Del mismo modo, el héroe en miniatura cumple nuestras expectativas de un “happy end” que reúne el dinero, el amor y el poder, fraguado, pese a todos los obstáculos, en la boda de Pequeño con la Princesa. No obstante, el final de éxito social no esconde una victoria de mayor trascendencia: el crecimiento humano. El triunfo personal de este personaje (y valga la contradicción) le convierte en héroe simbólico o centro de poder donde se enlazan el misterio y el enigma. Pero un enigma no es un misterio. Y eso parecen saberlo los autores que se concatenan en esta tradición mitopoética de venerar al pequeño gigante. El misterio carece de explicación racional. El enigma es un secreto que solo por un tiempo se oculta a la razón. De ahí que vencer el enigma sea una victoria ante el reto cognitivo. En la representación de Díaz Souza, la victoria interior revela una conquista sobre la cual se diserta poniendo énfasis en el cómo y no en el qué, aparente formalidad que determina a través de las acciones el pronunciamiento artístico del contenido.
La afinada caja de música para dos actores suena en el ámbito infantil, aunque resuena en la política y otros ambientes de mayor densidad. Semejante a las mejores piezas de la literatura para niños, los problemas de adultos se plantean con una complejidad potencial, la atmósfera sombría del espectáculo, sus luces bajas y azules profundos, organizan la fuerza de la palabra convertida en canto, música, efecto sonoro que dialoga con las imágenes cinematográficas, dentro de una estética visual cuasi expresionista dispuesta a deformar para conformar, el sentido danzario del gesto y la intención coreográfica del movimiento, y los títeres, muñecos tipo pelele a quien terminan pareciéndose sus manipuladores.

Ambos juglares relatan y argumentan, interpretan y grafican, con aire moderno y palaciego, antes que medieval y popular. Los cuenteros, interpretados por Daysi Fontao y Déxter Cápiro, armonizan sus vastas experiencias y técnicas diferentes creando un tejido peculiar de relaciones entre materno-filial e intra-laboral. El dinamismo de los planos fragua en un montaje que necesita una doble lectura cuando articula generaciones, como sucede en las familias y los oficios. La historia del pequeño Juan y la historia de los juglares abre un concierto de energías, estilos, dinámicas, juegos, que armonizan bajo una expresión común.
Produce placer contemplar las virtudes del vigor y de la intensidad en la comunión de los actores-titiriteros, remembranzas de supermarionetas (al decir de Gordon Craig y al hacer de Tadeusz Kantor), muñecos de carne en ese retablo que son la sociedad y el mundo para el disfrute de niños sagaces. Porque en el fondo, qué somos los humanos sino niños audaces, perdidos en la búsqueda de una identidad, guerreros desesperados por alcanzar ese estado confuso e indescifrable al cual insistimos, casi místicamente, en nombrar “la felicidad”.
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